“Cuando uno atribuye todos los errores a los otros y se cree irreprochable, está preparando el retorno de la violencia, revestida de un vocabulario nuevo, adaptada a unas circunstancias inéditas. Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a él.” – Tzvetan Todorov


domingo, 21 de diciembre de 2008

"Obama y Oriente Próximo" de Shlomo Ben-Ami

SHLOMO BEN-AMI
Obama y Oriente Próximo
SHLOMO BEN-AMI 16/12/2008
Los planes del presidente electo Barack Obama para Oriente Próximo, la región en la que las políticas de su predecesor destruyeron el prestigio de Estados Unidos en el mundo, representan un cambio positivo respecto al proyecto de Bush de remediar los males de la región mediante el "caos constructivo". Por desgracia, las promesas de Obama pueden resultar tan poco realistas como las anteriores.
La lista de objetivos de Obama es impresionante. Incluye salir de la ciénaga iraquí, resolver el enconado conflicto entre Israel y Palestina, emplear el diálogo para frenar las ambiciones nucleares de Irán y apartar a Siria de posiciones radicales, librar a Líbano de las garras sirias e impulsar la paz entre Siria e Israel. Y a esto puede añadirse una reorientación del esfuerzo militar estadounidense en la guerra de Afganistán.
Para valorar la magnitud de esta agenda, hay que confrontarla con el deprimente legado que recibe en esta región. Oriente Próximo está experimentando un peligroso proceso de somalización, con una cadena cada vez mayor de agentes no estatales, sobre todo grupos islamistas radicales, que se oponen a la idea del Estado prácticamente en todas partes.
Es lo que ocurre en Líbano con Hezbolá, en Palestina con Hamás, en Irak con el Ejército Mahdi de Múqtada al Sáder y docenas de grupos más, en Afganistán con los talibanes y los caudillos tribales, y en Pakistán con movimientos escindidos que se han visto envalentonados por la dimisión de Pervez Musharraf. En Egipto se aproxima el final del largo mandato del presidente Hosni Mubarak, y eso podría empujar a los Hermanos Musulmanes a luchar por el poder en El Cairo y, tal vez, obligar al sucesor de Mubarak a escoger entre acordarles un modus vivendi o librarles un combate a muerte.
Es posible que Obama comprenda enseguida que su calendario para la retirada de Irak no es realista. La rápida desaparición de las tropas norteamericanas podría desembocar en la desintegración del país en entidades políticas fragmentadas, una de las cuales sería probablemente una república islámica controlada por Irán.
Es cierto que la reaparición de los talibanes en Afganistán exige una respuesta militar más enérgica, pero, con el Ejército estadounidense atrapado en Irak y la resistencia de los aliados occidentales a enviar más tropas, el desmembramiento del país entre los caudillos locales no parece inverosímil. Y teniendo en cuenta que las operaciones militares de los aliados erosionan la legitimidad interna del presidente Hamid Karzai, Obama quizá debería seguir el consejo del ministro francés de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, que advierte de que la respuesta en Afganistán tendrá que ser más política que militar.
En cuanto a Irán, Obama quizá tenga que recurrir a una estrategia de presión militar antes de lo que le gustaría. Irán ha demostrado que no tiene la menor intención de desviarse de su proyecto de alcanzar la categoría nuclear. Si Obama no logra un incómodo entendimiento con Rusia -para lo que sería necesario revisar los acuerdos estratégicos posteriores a la guerra fría-, las posibilidades de imponer un régimen estricto de sanciones a Irán serán escasas. Y no hay que descartar el espectro de una carrera armamentística nuclear en Oriente Próximo, en la que los rivales suníes de Irán -Arabia Saudí, Egipto y otros- intensifiquen sus esfuerzos para ser nucleares.
Mientras tanto, Obama hereda un Estados Unidos que ya no es la potencia hegemónica indiscutible y que, junto con sus aliados, está inmerso en la crisis económica más grave desde 1929. Enfrentado a una crisis que está sacudiendo los cimientos de su estilo de vida y con una deuda nacional de 10 billones de dólares y un déficit presupuestario de un billón de dólares, Estados Unidos no tendrá más remedio que optar por una política exterior más realista.
La llegada de Obama a la presidencia de EE UU representa un hito en la historia de su país, pero su idealismo necesita atemperarse con la conciencia de los límites del poder estadounidense. El reto de su política exterior no es transformar Oriente Próximo -ésa es la tarea a largo plazo de los habitantes de la región-, sino restaurar la dañada reputación de Estados Unidos en el mundo musulmán.
Para lograr ese objetivo es preciso resolver el conflicto árabe-israelí, especialmente la cuestión palestina. Durante su visita a la región el pasado mes de julio, Obama prometió abordar el conflicto entre Palestina e Israel "desde el momento mismo en el que tome posesión". No puede perder ni un minuto en cumplir esa promesa.
A diferencia de lo que sucede con el caos imposible de solucionar que en general hereda en Oriente Próximo, en el caso de la disputa entre árabes e israelíes ya está allanado el terreno hacia una solución de conjunto y no haría falta volver a inventar la rueda. Los dos factores necesarios son capacidad de liderazgo y compromiso, y la campaña del "Sí, podemos" de Obama ha demostrado que él cuenta con ambas cosas.
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